En el invierno europeo de 1945, el psiquiatra estadounidense Douglas Kelley fue enviado al célebre Juicio de Núremberg con la misión de evaluar psicológicamente a los principales jerarcas nazis.
Durante sus entrevistas personalísimas con figuras como Goering, el doctor intentaba dilucidar si los líderes del Tercer Reich habían actuado por demencia o por convicción racional. Las pruebas revelaron que no estaba ante «monstruos» clínicamente locos, sino ante hombres con alta inteligencia, voluntad férrea y convicciones radicales.
Kelley aplicó test como el de Rorschach, cuestionarios de ansiedad y entrevistas profundas en sus celdas. Con Goering, por ejemplo, cada encuentro era una mezcla de tensión intelectual y desafío personal: “¿Cree usted que puede diseccionar mi alma con su método americano?”, le preguntó el mariscal. El resultado fue perturbador: no encontró locura sino eficiencia, no delirio sino convicción. Eso cambió la mirada sobre el mal nazi: no era fruto del desequilibrio, sino de la obediencia sistemática y la burocracia.
El destino de Kelley también guarda su propia ironía trágica. Años después de sus informes en Núremberg, regresó a California y, tras años de reflexión y cuestionamiento, se quitó la vida mediante una cápsula de cianuro, la misma forma que Goering había utilizado al final de su condena. Su historia se convirtió en un símbolo de lo que él mismo diagnosticó: el mal puede no estar en lo patológico, sino en lo cotidiano y racional de quienes aceptan una causa sin dudar.






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